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lunes, 10 de enero de 2011

Reglas para debatir

Leyendo Amazing.es me encontré este cuadro, interesante para compartir. La traducción es de Rinzewind. El original es de AtheismResource.

Reglas para debatir

De más está decir que yo acostumbro a cumplir con ninguna, en general (?)
        

viernes, 31 de diciembre de 2010

¡Felisa, me muero!

Gracias a todos por acompañarme en este año. Fue complicado, pero pasó. Ahora viene lo mejor.


¡Feliz año nuevo! Que terminen bien la década, y que empiecen mejor la que se viene.

Un gran abrazo.

Pablo

(imagen robada de Big Picture, que va agregando fotos de los festejos en todo el mundo a medida que va llegando el año nuevo)
    

viernes, 10 de diciembre de 2010

Carta abierta a un profesor de la Facultad

Escribo estas lineas para terminar de sacarme las ganas de una protesta más formal, después de haber vivido una situación bastante violenta en la Facultad, hace unos días. No tengo intención de hacer leña de nadie, porque de eso se encargan, y muy bien, los foros y los pasillos. Si cuento mi caso puntual es más como excusa y porque sirve al ejemplo, que por otra cosa.

Lo particular

Mi problema de la semana (ya pasada, empecé a escribir esto el viernes 3!) fue con un docente con el que ya había tenido algunos roces a lo largo del curso.

Situación de final de curso, entrega de notas, cuatrimestre infinito, de cuatro materias, casi terminado. El profesor me entrega la nota del parcial, y me dice que tengo que rendir final. La costumbre indica que mis notas exceden, normalmente, lo que creo que merezco -en algunos lugares eso se llama autocrítica despiadada, en otros, ser un llorón (?)-, pero supongo que en este caso me corrigieron como corresponde. Triste, lo asumo, la verdad es que sabía que había hecho bastantes cosas mal. 

Pido el parcial para ver en qué me había equivocado, y me encuentro una sola pregunta corregida (bah, una oración subrayada) de las cinco que eran. Curiosamente, una pregunta en la que estaba seguro que no me había equivocado. El resto del parcial, inmaculado. ¿La nota? cinco menos.

Le consulto al profesor, y me explica de muy buena manera que yo había escrito exactamente lo contrario a la respuesta "buena". Acto seguido, me explica cual era esa respuesta. Por casualidad, era casi literalmente lo que yo había escrito. Le señalo al lado de lo que estaba subrayado, y le pido que lo revise, porque creo que de acuerdo a lo que me dice, la pregunta está bien respondida. Se indigna. Mal. Me espeta que como se me ocurre pedirle que lo revise (sic), que mi examen ya fue evaluado globalmente (?), y que esa es la calificación que me corresponde. La diferencia no era menor, un cinco era promoción, cinco menos, final. Y aún así ni siquiera lo volvió a leer.

No voy a ser un purista abstracto del saber: no me da lo mismo rendir un final que no rendirlo. Hay una diferencia grande entre terminar una semana antes o tener que dedicarla -en los papeles, la verdad es que estaba tan enojado que no agarré un apunte- a estudiar toda una materia. Sobre todo si los contenidos de la materia son inútiles, porque las preguntas apuntan a cosas en extremo puntuales. Cosas que se pueden encontrar en la ley el día que las necesite, y que para rendir, tendría que estudiar de memoria. Conceptos, poco y nada. Más grande es la diferencia si la materia es una obligatoria de la orientación, una que, si uno quiere el cartoncito, no se puede evitar. Y especialmente, si es la única comisión de esa obligatoria de la orientación que se dicta en horario no laborable (la otra, a las diez de la mañana, si no me equivoco).

Si quisiera aprender qué deducciones se puede hacer en cada impuesto, o cuales son todas las exenciones (ojo, taxativo y de memoria, nada de criterios generales), habría estudiado para ser contador. Ni eso, los contadores trabajan con las leyes. Lo peor es que estoy seguro de que si hoy levantara el teléfono y llamara a diez de mis compañeros, para hacerles las preguntas del parcial, ninguno podría contestar ninguna. Lo que aprendimos de memoria para rendir, se fue diez minutos después del parcial.

Volviendo, al profesor pareció darle lo mismo si la respuesta estaba bien o mal. Llegó incluso a decirme que si consideraba que merecía promocionar era porque sabía la materia, con lo cual, rendir el final no me cambiaba nada (?). 

Otra situación, mismo profesor, días atrás. Explicando un tributo en particular, nos dice que determinada interpretación viola el principio de legalidad (estamos en materia tributaria que, como la penal, veda la interpretación analógica), porque extiende el hecho imponible. Le pregunto donde está la definición que nos da -porque no la encuentro en la ley-, y me indica que viene de un dictamen de un órgano de la administración. Pregunto: "¿Cuál es el agravio a la legalidad, si no hay tipicidad legal? Se puede tener problemas de legalidad cuando la que define el instituto es la ley. Si la definición viene de la administración, ¿no la podría cambiar por una nueva y punto?". Me contesta que no, que si la cambiara estaría violando el principio de legalidad. Mi primera reacción es quedarme mirándolo, asombrado. No sé si se está burlando, no entiende la pregunta, o no sabe que contestar. Cuando atino a protestar, me interrumpe de mala manera, diciendo que tiene que seguir con la clase. 

Al día de hoy, no sé mi objeción tenía o no razón de ser. Tal vez estaba preguntando una estupidez, tal vez había una respuesta obvia y simple. No me la dieron.

you shall not pass

Lo general

Me parece terrible -no hay otro adjetivo- que cualquier docente universitario se rehúse a rever la posición que sostiene, sea de la índole que sea (una idea propia, una explicación de algo ajeno, una nota de parcial). No voy a caer en el facilismo de "más en el caso de un docente de la Facultad de Derecho": para ser buen docente no es necesario saber derecho ni mucho menos. Es una cuestión de sentido común: las universidades existen para fomentar el pensamiento crítico, para desarrollar el conocimiento. Ese desarrollo no es vertical y descendente, la época en que los profesores venían al aula a transmitir su sabiduría velada, feneció hace largo tiempo. 

Cosas como la que conté hicieron que, este cuatrimestre, me planteara dos veces dejar la doble orientación, y seguir cursando sólo una (la otra, claro). Y eso es un problema, sobre todo teniendo en cuenta que en tributario no se abren los cursos por falta de gente.

Soy ayudante de dos materias de la Facultad desde hace no tanto tiempo (casi cuatro años en la que más, exactamente un cuatrimestre después de arrancar la carrera), recién estoy haciendo mis primeras armas en docencia. Creo, sin embargo, que tuve (y sigo teniendo) la suerte de aprender de los mejores.

Tuve la oportunidad de cursar con profesores brillantes. Tanto desde lo académico como desde lo pedagógico. Puedo decir sin miedo que los que más se destacaron fueron aquellos que, a pesar de sus décadas de docencia, de su interminable obra bibliográfica, de sus éxitos en el litigio, en la justicia, en la investigación, o en donde fuera, no le tienen miedo al verdadero rol del docente universitario. Los que entienden que el docente no sólo está para transmitir sus verdades reveladas, sino también para escuchar, atender, explicar, contestar, deconstruir, volver a empezar, revisar y reconstruir. Los que, con lo imponentes que resultan sus nombres, que conocimos como tapas de libro antes que como personas, no le tenían miedo al "la verdad, no sé responder su pregunta, se lo busco y lo hablamos la próxima" o al "no lo había pensado de esa manera, tal vez haya que darle alguna vuelta más al asunto, puede ser, eh?".

Por supuesto, también tuve, y en cantidad, de los otros. Los que inventan una explicación que no se sostiene, para salir del paso. Los que, ante la insatisfacción de la duda, y la insistencia del alumno, se ofuscan y tratan de evadir el tema. Los que son incapaces de aceptar que, a veces, lo que explican no tiene sentido lógico, jurídico, axiológico, o el que sea. Los que obvian hablar de los defectos de las teorías que explican, porque así es más fácil. Los que recitan, en vez de explicar, muchas veces porque no terminan de entender lo que están diciendo. 

El transcurso de la carrera me enseñó que es el profesor el que debe adaptarse a las necesidades del alumno, y nunca al revés. 

Las primeras materias de la carrera necesitan profesores dispuestos a explicar una y otra vez los conceptos más básicos. Que estén dispuestos a aceptar que -lamentablemente- no todos los alumnos traen el mismo nivel de formación, y que hay ciertas cosas que no pueden darse por sentadas. Que puedan moldear la cabeza de quien viene de una estructura férrea, distinta; de cumplir horarios, de rendir para aprobar. Y cambiarla, para dar paso a un esquema de pensamiento nuevo, donde lo que importa es la reflexión, la comprensión, la crítica, y no tanto la memoria, la calificación. Un esquema en el que el rey no es el orden, y aunque a veces es molesto, está bien que así sea: en la profesión las cosas no vienen servidas.

Los profesores de las materias "intermedias" son los que tienen que marcar el corte. Los que tienen que tener la firmeza suficiente para exigir que los alumnos conozcan los conceptos que se enseñaron en las materias anteriores. Los que tienen que trabajar sobre esa estructura de pensamiento universitaria, cortesía de sus colegas anteriores, y llenarla de contenido. El razonamiento jurídico ya tiene que estar, ahora toca aprender los elementos. Pero los elementos tienen que estar bien cuidados. No puede enseñarse cualquier cosa, el contenido tiene que ser útil, pertinente. Parece estúpido tener que aclararlo, pero hay profesores que no entienden que la forma en la que enseñan no sirve a nadie. ¿Qué finalidad puede tener que yo me acuerde el número de los artículos de memoria? Suena anacrónico, pero todavía hay en Derecho profesores que preguntan "a ver, cuénteme el art. 1 inc. 'd' de la ley de IVA" o "¿qué regula el art. 2618 del código civil?". Cuesta creer que no puedan entender que, cuando me siento en la oficina a trabajar un expediente tengo a mano el código, los libros, las bases de datos online, y un montón de gente con la que discutir, para recién después resolver. Y así va a ser siempre, en la justicia, en la profesión y en la actividad de investigación. Eso de que en derecho se estudia de memoria es un engaño. Bah, en realidad no. Lamentablemente, estudiando de memoria también se puede ser abogado. Y eso es un defecto grave de la Facultad, un defecto de los docentes.

Los profesores de las últimas materias son los que tienen la tarea más complicada, pero la que a mi juicio es la más gratificante. Cuando uno empieza a cursar las materias de la que va a ser su especialización, debería tener la capacidad y el conocimiento suficiente para poder razonar jurídicamente cualquier problema que se le presente, de cualquier materia. No digo que tendría que poder resolverlo, pero al menos, debería saber dónde buscar la respuesta, para empezar a trabajarla. Soy de la idea -tal vez soberbia y equivocada- de que cualquier estudiante con el CPC completo, una computadora con internet, una biblioteca y tiempo suficiente, debería poder resolver prácticamente cualquier caso. La cuestión es que son los profesores del final de la carrera los que tienen que proponer esos problemas. Señalar las inconsistencias de las normas con la realidad, los conflictos entre las posiciones de los doctrinarios, la jurisprudencia contradictoria. Proponer preguntas y respuestas, aceptar otras, discutir, motivar y trabajar sobre los temas. Hacer entender a los alumnos que el derecho es política, les guste o no. Que la aplicación mecánica de las normas no conduce casi nunca a ningún lado. Que las normas cambian, diez minutos después de que uno las estudia.

Eso es lo más importante. Y eso es lo más difícil de encontrar en la facultad. Ojo, nobleza obliga: hay. Tal vez no en todas las materias, pero hay. Si uno busca con ganas, al menos en derecho, puede encontrar Profesores, con mayúscula.

Para terminar, y ya que estoy en plan crítica, voy a agregar una cosa más, que poco tiene que ver con lo anterior, pero ya que estamos...

Me parece elemental que los profesores conozcan la estructura de la carrera. No pueden mantener sus cursos estáticos en el tiempo, inmunes a los cambios en el plan de estudios, sin saber qué materias vienen antes, ni cuales después de la propia, que materias se dictan y cuales no. La formación del estudiante tiene que ser integral, no fragmentada. Es cierto que a veces el plan no ayuda (¿es necesario estudiar tanto derecho privado? ¿o será acaso que no quieren que la gente aprenda qué es el presupuesto, la deuda pública, los contratos administrativos?), pero si no se puede lograr reformarlo, hay que adaptar los programas de la materia. Tanto para evitar dejar huecos, como para no perder el tiempo en cosas que ya fueron estudiadas. Hay materias que están repetidas, lisa y llanamente. Y siendo que el tiempo es un bien escaso, y que realmente hay una cantidad grande de contenidos importantes que en la facultad no se estudian, creo que la repetición debería ser uno de los pecados más castigados.

A esta altura, imagino que ya nadie está leyendo, la verdad, hasta yo me agoté. Si sirvió para tocar el corazón docente, aunque sea de algún ayudante, en algún pago lejano, ya me quedo contento.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Hoy vi un Beatle...

I can´t tell you, how I feel... my heart is like a wheel... let me roll it!
Llegó la hora de editar mi post del otro día, como había prometido. Y a pesar de que intento, sigo sin palabras. Un show espectacular, y no por las pantallas gigantes (impresionante como lo tiraron al bombo a Ciro con las pantallas y el sonido) y los fuegos artificiales. Vi un músico con todas las letras, de los que uno no sabe cuando va (si es que va) a volver a haber. Un tipo que cambia de instrumento para pasar a tocar una canción totalmente distinta, sin tomarse cinco segundos para acomodar el chip. Vi un show en el que un Señor de casi 70 se disfrazó de pibe de 20, y aguantó casi tres horas sin tomarse un respiro, nada. Lisa y llanamente, una fiesta inolvidable.

Paul McCartney en River
Vista desde mi querida San Martín Alta
Les dejo lo único que filmé, "Jet", con las primeras palabras que dijo (en castellano) al final. No me dio para seguir filmando, lo único que quería era vivirlo... y de cualquier manera, vamos a tener tantas filmaciones que una más, de mi humilde telefonito, no tenía sentido.


Dejó frases épicas como "Ustedes son buena onda" y la fantástica "Cuando yo vivía en Inglaterra y tenía once años, estudié español. Esto es español: Tres conejos en un árbol, tocando el tambor. Que sí... que no... que sí... que no... ¡que te lo digo yo!". El hecho de que hablara en castellano leído le restaba mucha espontaneidad al show, pero tuvo momentos en los que resultaba terriblemente gracioso. De cualquier manera, me quedo con los juegos con la tribuna. Y no hablo del clásico "Hey Jude" -me acuerdo de HJ y me dan ganas de ponerme a cantar- en el que hace cantar alternando a los hombres y a las mujeres. Cualquier gesto, de cualquier tipo, cualquier sonido, cualquier cosa, tenía una respuesta espontanea, inmediata y unánime del público. Una fiesta para los sociólogos.

"Tenemos que irnos a dormir"
"Nooooooooooooooooo"


"Sí!"
"Noooooo!"


"Sí, sí!"
"No, nooo!"


"Sí, sí... sí si sí!"
"No, no... no, no, noooooo!"

Me pongo un minuto en el traje del genio, y pienso en lo que debe ser estar en un escenario, con cincuenta mil personas adelante, y saber que uno las puede manejar como si tuviese un joystick. Impresionante. Y lo mejor de todo, yo estaba ahí, consciente del manejo. Y feliz, con una sonrisa de oreja a oreja.

Paul McCartney en River
Única foto en la que mi celular se amigó con las luces
y registró algo de las pantallas

Lo que no me gustó: el gesto tribuneril de salir con la bandera o la camiseta... como decía, manejó todo el recital al público como quiso, la gente llegó entregada. O sea, no te voy a querer más, a cantar más o a estar más contento porque te pongas la diez de Argentina ("Soy el Diego!"). Más sabiendo que en Brasil te vas a poner la de Brasil. Lo entiendo, sí, de Ciro, al que nadie le daba ni cinco de bola, que se ganó a la popu con el -acertado, por cierto-: "como dijo John, los de atrás aplaudan, los de adelante sacudan las joyas". Pero Paul, no te hacía falta.

Igual no quiero desviar la atención de lo importante. El recital fue fantástico, espectacular. No creo que nunca más vuelva a ver otro así. Seguro que lo emocional tiene que ver, pero no nos engañemos, sonó de putísima madre. Y ni que hablar de la banda, son unas bestias, todos. Y en especial Abe Jr., que si bien es, como leí por ahí, un gordito simpático, destaca mucho más por la manera impresionante de tocar.

La selección de temas fue impecable, y estoy contento de haber ido el jueves... creo que el temario era más bonito. La emoción de escuchar un Beatle en vivo tocando temas gigantes, como "Let it be", "Blackbird", "Back in the USSR" o "Elanor Rigby"... y algunos otros no tan grandes, pero que me encantan, como "And I love her", "A day in life" o "Let me roll it", no se puede comparar con nada. Nada. Histórico.

El único recital que vivi al que lo podría llegar a comparar es el de Waters, que tuvo una altísima calidad, tanto de lo que venía a tocar como de sonido, y sí -hay que decirlo-, una apuesta muchísimo más fuerte en materia de FX. Paul tiró fuegos artificiales -muy bonitos, por cierto- en "Live and Let Die", pero Waters trajo el chancho, y proyectó la pirámide sobre el campo. De cualquier manera, me sigo quedando en el overall (?), por lejos, con el show de Paul. A cada linea que escribo me convenzo más: fue, es y será el mejor recital de mi vida.

Sólo lo podría equiparar si consigo la plata y lo voy a ver a otro lado.

Paul McCartney en River, Live and Let Die
Una sacada sobre el final de Live and Let Die



viernes, 5 de noviembre de 2010

Buen abogado

-¿Qué es la prueba? ¿Qué se prueba?- pregunta TH -¿Sólo los abogados prueban?-

Silencio. Cunde el terror ante la pregunta que tiene respuesta vaga, o varias respuestas. Seguro el profesor espera una en particular, pero uno nunca le va a embocar.

-¿No prueban los historiadores, los arqueólogos, los matemáticos?-

Se escucha algún "sí", tímido, de fondo.

-¿No se acuerdan del secundario? ¿Del profesor de matemática? ¿Hipótesis, tesis, demostración? ¿No tienen que probar también los que hacen aritmética?-

Un poco más de consenso, tres o cuatro "sí", ya en volumen audible.

-¿Se acuerdan del teorema de Tales? ¿Cual es el teorema de Tales?- pregunta, y ante el silencio sepulcral, insiste: -Ese que dice "la suma del cuadrado de los catetos es igual al cuadrado de la hipotenusa", ¿no?-

"¡Sí!", esta vez casi únanime.

-Con razón se dedicaron al derecho, ¡ese es el de Pitágoras!- risas, reconociendo que los hizo entrar. Espera, y sigue: -Tales, ¿se acuerdan de quién era Tales?-

 Silencio.

-El que se lavó las manos, ¿no?-

Ruido, opiniones encontradas, y alguien que da la cara: se escucha un "no" bien claro.

-¿Usted dice que no? ¿Cómo que no?-
-No, doctor, el que se lavó las manos fue Poncio Pilatos-

Asentimiento generalizado.

-Ay, niña, niña... así no va a ser buena abogada. En Derecho usted no sólo tiene que conocer las normas, también tiene que estar bien despierta... ¿O usted me puede asegurar que Tales nunca se lavó las manos?-

sábado, 16 de octubre de 2010

Criminalización y pobreza, a escala cotidiana

El cambio de mes en el abono del tren siempre me confunde, porque se hace el día 6 y no el primero. Por eso, hace unos días me comí sacar el nuevo y viajé con el abono vencido. Bajé en Retiro, y, por suerte, los tres guardias que miraron directamente a mi cartón ROJO no se dieron cuenta de que no era AMARILLO. Ahora bien, al muchacho que venía atrás mio, con su boletito de fecha de ayer, lo pararon inmediatamente. Post suspiro de alivio, me puse a pensar en el porque. ¿Tendrá algo que ver con que yo venía de saco y corbata?

abonos del san martin
Un pelín distintos...
Recomiendo plenamente a quien quiera cometer cualquier tipo de infracción/falta/contravención/delito el uso de ropa de vestir. Lo hace a uno invisible frente a la autoridad. 

Lo que sigue es una breve crítica de la realidad (?), "penalista", pero que proviene de alguien que no sabe más de derecho penal que el ratito que tuvo que cursar en la facultad, y que probablemente tampoco aprenda más que eso jamás. Pido disculpas a quienes se dediquen a esos menesteres por las eventuales imprecisiones y burradas que siguen.

Día a día tengo que escuchar, en ámbitos de nivel educativo universitario para arriba, que en realidad "no es que se criminalice a la pobreza, el problema es que los delincuentes son los pobres". En realidad, dicen, cuando uno los ve y se cruza de vereda, está respondiendo a un estereotipo justo, creado por la mera descripción objetiva de la realidad. 

Un excelente profesor de sociología me enseñó -tal vez con una cita que no recuerdo, aunque por ahí era sabiduría propia- que el problema con la ideología no es que sea falsa, sino que es verdadera. El problema no es que alguien piense que el hombre es mejor que la mujer, o que el blanco es mejor que el negro. El problema es que, de hecho, al hombre le dan el laburo y a la mujer no; al negro lo paran para cachearlo y al blanco no. 

Es algo que hablaba con mi señora madre hace algunos días. Algún X mediático hablaba -vía caja boba- de la composición de las cárceles, justificando el síndrome del cambio de vereda. Decía, por supuesto, que esa población estaba compuesta por personas de un tez determinada, de un nivel bajo de educación, de extranjeros de una cierta nacionalidad, etcétera. Por tanto, por simple lógica deductiva, si todos los que están presos son pobres, negros e ignorantes, es un acto de razón pura evitar por la calle a esos indeseables.

¿Es discriminatorio lo que está diciendo? Por supuesto. Pero, como trataba de explicarle a mi indignada madre, también es cierto. De hecho, a través del ratito que pasé de visita en la cárcel hace un tiempo, y de algunas otras experiencias -tengo familia que vive a un cruce de calle del penal de Devoto- extraigo que el sistema penitenciario está lleno de personas de bajos recursos, de condición socio-económica humilde. ¿Encontraré personas que no entren en ese estereotipo en la cárcel? Tal vez haya alguna, también he visto. Pero la gran mayoría responden perfectamente a la "descripción" anterior. Por tanto, "todos los presos son pobres" es un dato duro casi exacto.

Ahora bien, volvamos al principio, y supongamos que está mal viajar en tren sin boleto. Nota al pie: a pesar de mi declarado amor por la norma (?), el tiempo ha hecho que deje de creer ésto, por razones de la inmunda -no cabe calificarla de otra manera- prestación del servicio. Pero ponele que sí (?), que está mal no pagarlo. Ahora bien, si al pibe de gorrita y zapatillas de resorte que viene atrás mio lo paran cuando lo hace, y a mi no... ¿hay alguna manera de que yo sea rotulado de "infractor"? ¿Cómo se fabrica la estadística? 

El guardia dirá a sus compañeros guardias que el 100% de los que paró, y no tenían boleto, eran pibes con ropa deportiva. Que esos pasan sin boleto, y que por tanto, hay que revisarlos bien. Dirá también que nunca jamás paró a un tipo con saco y corbata sin boleto. 

Y todo eso será verdad. Y al mismo tiempo, terrible.

De hecho, es verdad que todos los presos son pobres. La joda radica en ver el porque. 


(En el próximo episodio de "Breves quejas penales contra la vida" (?): critica de la totalmente absurda expresión "Zaffaroni es muy garantista". Pero para esa siento la obligación moral de leer un poco antes, y ahora estoy rindiendo)

martes, 17 de agosto de 2010

Cadena nacional

Interrumpimos la siempre seria y trascendente programación de este blog para transmitir un video de un tipo jugando al yo-yo.



A mi me sale el perrito, y de vez en cuando, el columpio (?)

lunes, 26 de julio de 2010

Mountains


mountains demotivational poster

sábado, 17 de julio de 2010

Punto Muerto

Annixter sintió por el hombrecillo un cariño de hermano. Le puso un brazo sobre sus hombros, un poco por cariño y otro poco para no caerse.
Había estado bebiendo concienzudamente desde las siete de la tarde anterior. Era casi medianoche, y las cosas estaban algo confusas. En el vestíbulo no cabía el estruendo de la caliente música; dos escalones más abajo, había muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido. Annixter no tenía la menor idea de cómo se llamaba ese lugar, ni cuándo, ni cómo había ido. Desde las siete de la víspera había estado en tantos lugares...
—En un santiamén —dijo Annixter, apoyándose pesadamente en el hombrecillo—, una mujer nos da un puntapié, o el destino nos da un puntapié. En realidad, es la misma cosa: una mujer y el destino. ¿Y qué? Uno cree que todo se acabó, y sale y cavila. Se sienta, y bebe y cavila, y al final se encuentra con que ha estado incubando la mejor idea de su vida. Y así se empieza —dijo Annixter—, y esa es mi filosofía, ¡cuanto más fuerte le pegan al dramaturgo, tanto mejor trabaja!
Gesticulaba con tal vehemencia que se hubiera desplomado si el hombrecillo no lo hubiera contenido. El hombrecillo era de fiarse, su puño era firme. Su boca también era firme: una línea recta, descolorida. Usaba anteojos hexagonales, sin aro, un sombrero duro de fieltro, un pulcro traje gris. Parecía pálido y relamido junto al congestionado Annixter.
Desde el mostrador, la muchacha del guardarropa los miraba indiferente.
—¿No le parece —dijo el hombrecillo—, que es hora de volver a su casa? Me enorgullece que usted me haya contado el argumento de su pieza, pero...
—¡Tenía que contárselo a alguien —dijo Annixter—, o me iba a estallar la cabeza! ¡Ah, muchacho, qué drama! ¿Qué asesinato, eh? Ese final...
Su plena y deslumbrante perfección lo asombró de nuevo. Se quedó serio, meditando, hamacándose, y de repente buscó a tientas la mano del hombrecillo, y la apretó calurosamente.
—Siento no poder quedarme —dijo Annixter—. Tengo que hacer.
Se puso el sombrero abollado, inició un movimiento un tanto elíptico a través del vestíbulo, embistió las puertas dobles, las abrió con las dos manos, y se sumió en la noche.
Su imaginación exaltada la veía llena de luces, parpadeando y guiñando en la oscuridad. Cuarto Sellado de James Annixter. No. Cuarto Reservado de James... No, no. Cuarto Azul, de James Annixter...
Dio unos pasos, absorto, dejó la acera, y un taxi que doblaba hacia el lugar que él acababa de dejar, patinó con las ruedas trabadas y chirriantes en la húmeda calzada.
Annixter sintió un golpe violento en el pecho, y todas las luces que había estado viendo explotaron en su rostro.
Y ya no hubo más luces.
James Annixter, el dramaturgo, fue atropellado anoche por un taxi, al salir de ''Casa Habana". Después de ser atendido en el hospital por conmoción cerebral y lesiones leves, se reintegró a su domicilio.
En el vestíbulo de "Casa Habana" no cabía el estruendo de la cálida música; dos escalones más abajo, muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido. La muchacha del guardarropa miró a Annixter, asombrada, al parche de la frente, al brazo izquierdo en cabestrillo.
—¡Caramba! —dijo la muchacha—, ¡no esperaba verlo tan pronto por acá!
—¿Entonces se acuerda de mí? —dijo Annixter, sonriendo.
—A la fuerza —dijo la muchacha—. ¡Me dejó sin dormir toda la noche! Oí esas frenadas chirriantes justo al salir usted. ¡Luego una especie de choque! —Se estremeció.— Y seguí oyéndolo toda la noche. Lo oigo todavía, después de una semana. ¡Es horrible!
—Es usted muy sensible —dijo Annixter.
—Tengo demasiada imaginación —concedió la muchacha del guardarropa—. Sabía que era usted antes de correr a la puerta y verlo allí tendido en la calle. El hombre que hablaba con usted estaba parado en la puerta. "¡Santo cielo!, le dije, ¿es su amigo?"
—¿Y él, qué dijo? —preguntó Annixter.
—“No es mi amigo, dijo. Es alguien que acabo de encontrar". Raro, ¿no?
Annixter se humedeció los labios.
—¿Qué quiere decir? Era alguien con quien acababa de encontrarse.
—Sí, pero un hombre con el que habían bebido juntos —dijo la muchacha—, muerto delante de él, porque él debió verlo; salió detrás suyo. Podía pensarse que a lo menos se interesaría. Pero cuando el conductor del taxi empezó a llamar testigos de su inocencia, miré por el hombre, ¡había desaparecido!
Annixter cambió una mirada con Ransome, su representante, que lo acompañaba. Una mirada ansiosa y perpleja. Pero sonrió luego a la muchacha del guardarropa.
—Muerto delante de él —dijo Annixter—, no. Sólo un tanto vapuleado, eso es todo.
No era necesario explicar cuan curioso, cuan extravagante, había sido el efecto de aquel "vapuleo" en su mente.
—Si se hubiera visto, ahí en el suelo iluminado con las luces del taxi.
—¡Ah, de nuevo esa imaginación suya! —dijo Annixter. Titubeó un instante y luego hizo la pregunta que había venido a hacer, la pregunta que tenía para él tan profunda importancia.
—Ese hombre con quien yo hablaba, ¿quién era?
La encargada del guardarropa los miró y sacudió la cabeza.
—Nunca lo había visto antes, y no he vuelto a verlo después.
Annixter sintió como si le hubieran golpeado en la cara.
Había esperado, esperado desesperadamente otra respuesta.
Ransome le puso la mano en el brazo, conteniéndolo.
—Ya que estamos aquí, beberemos algo.
Bajaron dos gradas para entrar en la sala donde la banda trompeteaba. Un mozo los condujo a una mesa y Ransome pidió algo.
—Es inútil importunar a la muchacha —dijo Ransome—. No lo conoce al hombre, es evidente. Mi consejo es: No te preocupes. Piensa en otra cosa. Date tiempo. Después de todo no hace más que una semana desde...
—¡Una semana! —dijo Annixter—. ¡Y lo que he hecho en una semana! Los dos primeros actos, y el tercero justo hasta ese punto muerto. ¡La culminación del asunto, la solución, la escena eje del drama! ¡Si la hubiera hecho, Bill, todo el drama, lo mejor que he hecho de mi vida, estaría concluido en dos días, si no hubiera sido por esto —se golpeó la frente—, ese punto muerto, esa maldita jugarreta de la memoria!
—Tuviste una buena sacudida.
—¿Eso? —dijo Annixter despectivamente. Bajó la vista sobre el brazo en cabestrillo—, ni siquiera lo sentí; ni me preocupó. Me desperté en la ambulancia con mi pieza tan clara en la mente como en el momento en que el taxi me atropello; más, tal vez, porque estaba completamente lúcido y sabía lo que valía. Una fija ¡algo que no puede errar!
—Si hubieras descansado —dijo Ransome—, como el médico dijo, en vez de sentarte en cama a escribir día y noche.
—Tenía que escribirlo. ¿Descansar? —dijo Annixter, con risa ronca—. No se descansa cuando se tiene una cosa así. Se vive para eso, cuando uno es un autor dramático. Eso es vivir. He vivido ocho vidas, en esos ocho personajes, en los últimos cinco días. He vivido tan plenamente en ellos, Bill, que sólo al querer escribir esa última escena comprendí lo que había perdido. ¡Todo mi drama! ¡Sólo eso! ¿Cómo Cynthia fue herida en ese cuarto sin ventanas en el que se había encerrado con llave? ¿Cómo hizo el asesino para entrar? Docenas de escritores, mejores que yo, han tratado el tema del cuarto cerrado y nunca tan convincentemente; nunca lo han resuelto. Yo lo tenía, ¡ayúdame, Dios mío!, lo tenía. Sencillo, perfecto, deslumbrantemente claro cuando se ha visto una vez. ¡Y ese es el drama, el telón se levanta en ese cuarto hermético y cae en él! ¡Esa era mi revelación! He pasado dos días y dos noches, Bill, tratando de recuperar esa idea. No quiere volver. Soy un escritor experimentado; conozco mi oficio, podría acabar mi pieza, pero sería como las demás ¡imperfecta, falsa! ¡No sería mi pieza! Pero por ahí anda un hombrecillo, en algún lugar de esta ciudad, un hombrecillo con lentes hexagonales, que posee mi idea. Que la posee porque yo se la he contado. ¡Voy a buscar a ese hombrecillo y a recuperar lo mío!
Si el caballero que en la noche del 27 de enero, en la “Casa Habana”, escuchó con tanta paciencia a un escritor que le refirió un argumento, quisiera comunicarse con la dirección más abajo apuntada, oiría algo ventajoso para él.
Un hombrecillo que había dicho: "No es mi amigo: es alguien a quien acabo de encontrar."
Un hombrecillo que vio el accidente pero que no quiso esperar para servir de testigo.
La muchacha del guardarropa tenía razón. Había algo un poco raro en eso.
Los días siguientes, cuando el aviso no recibió respuesta, empezó a parecerle a Annixter más que un poco raro.
Su brazo ya no estaba en cabestrillo, pero no podía trabajar. Una y otra vez, se sentaba ante el manuscrito casi terminado, lo leía con prolija y torva atención, pensando: ¡Debe volver otra vez!, para encontrarse de nuevo ante ese punto muerto, ante ese muro, ante ese lapsus de la memoria. Abandonaba su trabajo y rondaba las calles; se metía en bares y cafés; andaba millas en ómnibus y subterráneos, especialmente en las horas de más afluencia. Vio miles de caras, pero no la cara del hombrecillo de lentes hexagonales.
Pensar en él fue la obsesión de Annixter. Era injusto, era enfurecedor, era una tortura el pensar que un pequeño y vulgar azar hacía que un ciudadano anduviera tranquilamente por ahí con el último eslabón de la famosa pieza de James Annixter, la mejor que había escrito, encerrada en su cabeza. Y sin darse cuenta de su valor: sin la imaginación necesaria, probablemente, para apreciar lo que tenía. ¡Y sin la menor idea, con toda seguridad, de lo que esto significaba para Annixter! ¿O tenía alguna idea? ¿No era tal vez, tan vulgar como le pareció? ¿Había visto esos anuncios? ¿Estaba urdiendo algo para aplastar a Annixter?
Cuanto más Annixter pensaba, más se convencía de que la muchacha del guardarropa tenía razón. Había algo bastante raro en la actitud del hombrecillo, después del accidente.
La imaginación de Annixter giraba en torno del hombre que buscaba, tratando de escudriñar su mente, de encontrar razones por su desaparición después del accidente, por su descuido en responder los avisos.
Annixter tenía una activa imaginación dramática.
El hombrecillo que le pareció tan vulgar empezó a tomar una forma siniestra en la mente de Annixter.
Pero apenas se encontró con el hombrecillo, comprendió cuan absurdo era eso. Era ridículo. El hombrecillo era tan decente; sus hombros tan derechos; su traje gris tan pulcro; su fieltro negro tan bien colocado en la cabeza.
Las puertas del tranvía subterráneo acababan de cerrarse, cuando Annixter lo vio parado en la plataforma con una valijita en la mano, y un diario de la tarde bajo el otro brazo. La luz del coche brilló en su cara pálida y estirada; los lentes hexagonales resplandecieron. Se volvió hacia la salida mientras Annixter, arremetiendo las puertas semicerradas del coche, se apretujó entre ellas hasta la plataforma.
Estirando la cabeza para mirar sobre el gentío, Annixter se abrió paso a codazos, subió de dos en dos la escalera y puso la mano en el hombro del hombrecillo.
—Un momento —dijo Annixter—. Lo he estado buscando.
El hombrecillo se detuvo en el acto, al sentir la mano de Annixter. Luego se dio vuelta y lo miró. Tras los lentes hexagonales sus ojos eran pálidos, de un gris pálido. La nuca era una línea recta, casi descolorida.
Annixter sentía por el hombrecillo un cariño de hermano. El solo hecho de haberlo encontrado era un alivio tan grande como si una nube negra se hubiera alejado de su espíritu. Palmeó al hombrecillo cariñosamente.
—Tengo que hablar con usted —le dijo Annixter—. Sólo un momento. Vamos a algún lado.
—No puedo imaginar de qué tiene que hablarme —dijo el hombrecillo.
Se hizo un poco a un lado, para dar paso a una mujer. El gentío disminuía, pero todavía había gente que subía y bajaba las escaleras. El hombrecillo miró a Annixter, interrogativamente cortés.
—Claro que no —dijo Annixter—, es algo tan estúpido. Se trata de aquel argumento.
—¿Argumento?
Annixter tuvo un débil sobresalto.
—Mire —dijo—, yo estaba borracho esa noche, ¡muy borracho! Pero recordando, tengo la impresión de que usted estaba completamente fresco. ¿No es así?
—Jamás en mi vida he estado borracho.
—¡Gracias a Dios! —dijo Annixter—. Entonces no tendrá dificultad en recordar el pequeño punto que quiero que recuerde.
—No entiendo —dijo el hombrecillo—. Estoy seguro de que usted me toma por otro. No tengo la menor idea de lo que me dice. No lo he visto jamás en mi vida. Disculpe. Buenas noches.
Se dio vuelta y empezó a subir la escalera. Annixter lo contempló azorado. No podía creer a sus oídos. Por un instante se quedó absorto, luego una oleada de ira y de sospecha barrió su asombro. Subió la escalera y agarró al hombrecillo por un brazo.
—Un momento —dijo Annixter—. Podía estar ebrio, pero...
—Me parece evidente —dijo el hombrecillo—. ¿Quiere quitarme la mano de encima?
Annixter se dominó.
—Disculpe —dijo—. Déjeme arreglar esto; dice que jamás me ha visto. Entonces, ¿entonces no estaba usted en "Casa Habana" el 27, entre las diez y las doce de la noche? ¿No bebió conmigo un par de copas, y escuchó el argumento de un drama que se me acababa de ocurrir?
El hombrecillo miró a Annixter fijamente.
—Jamás lo he visto; ya se lo he dicho.
—¿No vio que un taxi me atropelló? —prosiguió luciendo Annixter, ansioso—. ¿No le dijo a la muchacha del guardarropa: "No es un amigo, es alguien con quien me acabo de encontrar"?
—No sé de qué me habla —dijo el hombrecillo lacónicamente.
Se dispuso a retirarse, pero Annixter volvió a prendérsele del brazo.
—No sé —dijo Annixter entre dientes— nada de sus asuntos personales, ni quiero saber. Puede tener algún motivo para no desear servir de testigo en un accidente de tráfico. Puede tener algún motivo para proceder de ese modo. Ni lo sé ni me importa. Pero es un hecho. ¡Usted es el hombre a quien relaté mi drama! Quiero que me diga como yo se lo dije: tengo motivos, motivos personales, que me conciernen, solamente a mí. Quiero que me devuelva mi cuento, es todo lo que quiero. No quiero saber quién es usted, ni nada de usted, lo único que quiero es que me cuente ese cuento.
—Pide un imposible —dijo el hombrecillo—, un imposible, porque nunca lo he oído.
—¿Se trata de dinero? Dígame cuánto quiere; se lo daré. ¡Ayúdeme, llegaré hasta a darle una participación en el drama! Eso significa dinero. Lo sé, porque conozco mi oficio. Y tal vez, tal vez —dijo Annixter, asaltado por una idea súbita—, usted también lo conoce, ¿eh?
—Usted está loco o borracho —dijo el hombrecillo. Con un brusco movimiento liberó su brazo, y corrió por la escalera. Abajo se sentía retumbar un coche. La gente se atropellaba. El hombrecillo se metió entre la gente y se perdió con asombrosa celeridad.
Era pequeño, liviano y Annixter era pesado. Cuando éste llegó a la calle, no había rastros del hombrecillo.
Había desaparecido.
¿Tendría la idea, pensaba Annixter, de robarle el argumento? ¿Por alguna extraña casualidad, alimentaba el hombrecillo la ambición fantástica de ser dramaturgo? ¿Había tal vez pregonado sus preciosos manuscritos, en vano, por todas las empresas? ¿Se le había aparecido el argumento de Annixter como un resplandor enloquecedor en la oscuridad del desengaño y del fracaso, como algo que podía robar impunemente porque le había parecido la inspiración casual de un borracho, que a la mañana siguiente olvidaría que había incubado algo más que un pasatiempo?
Bebió otra copa. Ya iban quince desde que el hombrecillo con los lentes hexagonales se le escapó, y ya iba llegando al grado en que perdía la cuenta de los lugares en que había bebido. Era el grado en que empezaba a mejorar y su mente a trabajar.
Imaginaba cómo se había sentido el hombrecillo al oír el argumento entre su hipo y cómo gradualmente lo había ido comprendiendo.
—¡Dios mío! —había pensado el hombrecillo—. Tengo que apropiármelo. Está ebrio o borracho como una cuba. ¡Mañana no recordará una palabra! Adelante, adelante, señor. ¡Siga hablando!
También era ridícula la idea de que Annixter olvidara su pieza a la mañana siguiente; Annixter olvidaba otras cosas y hasta cosas importantes, pero nunca en su vida había olvidado el menor detalle dramático.
Salvo una vez porque un taxímetro lo había derribado. Annixter bebió otra copa. Le hacía falta. Ahora estaba en lo suyo. No había ningún hombrecillo de lentes hexagonales para iluminar ese punto oscuro. Tenía que hacerlo. ¡De algún modo!
Tomó otra copa. Ya había bebido muchas más. El bar estaba repleto y ruidoso, pero él no notaba el ruido, hasta que alguien le golpeó en el hombro. Era Ransome.
Annixter se levantó, apoyándose con los nudillos en la mesa.
—Mira, Bill —dijo Annixter—. ¿Qué te parece? Un hombre olvida una idea, ¿ves? Quiere recuperarla, ¡la recupera! La idea viene de adentro, para afuera, ¿verdad? Sale afuera, vuelve adentro. ¿Cómo es eso?
Se tambaleó, observando a Ransome.
—Mejor será que tomes un traguito —dijo Ransome—. Tengo que considerar bien eso.
—Yo —dijo Annixter—, ¡ya lo he considerado! —Se encajó el sombrero deformado en la cabeza. —Hasta pronto, Bill. ¡Tengo mucho que hacer!
Salió haciendo eses en busca de la puerta y de su departamento. Fue José, su servidor, quien le abrió la puerta del departamento, unos veinte minutos después. José abrió la puerta mientras Annixter describía círculos infructuosamente alrededor de la cerradura.
—Buenas noches, señor —dijo José.
Annixter se quedó mirándolo.
—No le he dicho que se quede esta noche.
—No tenía, motivos para salir, señor —explicó José.
Ayudó a Annixter a quitarse el abrigo.
—Me gusta una velada tranquila de vez en cuando. Tiene que irse de aquí —dijo Annixter.
—Gracias, señor —dijo José—. Pondré algunas cosas en una valija.
Annixter entró en su gran biblioteca, y se sirvió una copa.
El manuscrito de su drama estaba sobre el escritorio. Annixter, tambaleándose un poco, con el vaso en la mano, se detuvo mirando incómodo a la descuidada pila de papel amarillo, pero no empezó su lectura. Esperó hasta oír girar la llave de José que salía, cerrando tras él la puerta de calle, y entonces recogió su manuscrito, la jarra y el vaso y la cigarrera. Cargado con esto entró en el hall, y lo atravesó hasta la puerta del cuarto de José.
Por dentro, la puerta tenía un pasador, y el cuarto era el único sin ventana en el departamento: cosas que lo hacían el único posible para sus fines.
Con la mano encendió la luz.
Era un cuartito sencillo, pero Annixter notó, con una sonrisa, que la colcha y el almohadón en la usada silla de paja eran azules. Cuarto Azul, de James Annixter.
Era evidente que José había estado acostado en la cama, leyendo el diario de la tarde; el diario estaba sobre la colcha arrugada, y la almohada estaba hundida en parte. Junto a la cabecera de la cama, frente a la puerta, había una mesita cubierta de cepillos y de lienzos.
Annixter los tiró al suelo. Colocó encima de la mesa su manuscrito, la jarra, el vaso y los cigarrillos, y se dirigió a la puerta y le echó el cerrojo. Acercó la silla de paja a la mesa, se sentó y encendió un cigarrillo.
Se recostó en la silla fumando; dejando la mente tranquila en el ambiente deseado, el ambiente espiritual de Cynthia, la mujer de su drama, la mujer tan asustada que se había encerrado completamente, en un cuarto sin ventanas, un cuarto hermético.
—Así se sentó —se dijo Annixter—, justo como estoy sentado yo: en un cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada con un pasador. Sin embargo, él la alcanzó. La alcanzó con un cuchillo, en un cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada con pasador. ¿Cómo lo hizo?
Había una manera de hacerlo. Él, Annixter, había pensado en ese medio, lo había concebido, lo había inventado y olvidado. Su idea había creado las circunstancias. Ahora, deliberadamente reproducía las circunstancias, para recuperar la idea. Había puesto su persona en la posición de la víctima, para que su mente pudiera recuperar el procedimiento perdido. Todo estaba tranquilo: ni un sonido en el cuarto ni en el departamento. Annixter estuvo inmóvil por largo rato. Así quedó hasta que la intensidad de su concentración comenzó a flaquear. Se oprimió la frente con las palmas de las manos, y luego agarró la jarra. Se echó un buen trago. Casi había recobrado lo que buscaba, lo sentía cerca, casi al borde.
—Calma —se dijo—, tómalo con calma, descansa. Afloja. Ensaya de nuevo un instante.
Miró a su alrededor buscando algo que lo distrajera y tomó el diario de José.
A las primeras palabras que cayeron bajo su vista se le detuvo el corazón.
La mujer en cuyo cuerpo descubrieron tres puñaladas, las tres mortales, yacía en un cuarto sin ventana, cuya única puerta estaba cerrada por dentro con llave y pasador. Estas precauciones excesivas parece que le eran habituales, y no hay duda de que temía constantemente por su vida, pues la policía la sabía chantajista, contumaz y despiadada.
Al singular problema de las circunstancias del cuarto herméticamente cerrado se añade el problema de cómo el crimen puede haber estado oculto durante tanto tiempo, pues el médico estima, según las condiciones del cadáver, que debió cometerse hace doce o catorce días.
Hace doce o catorce días.
Annixter volvió a leer el resto de la historia; luego dejó caer el diario en el suelo. Le latían las sienes con fuerza. Tenía el rostro lívido. ¿Doce o catorce días? Podía ser exacto. Hacia trece noches justas que él estuvo en “Casa Habana” y contó a un hombrecillo de lentes hexagonales cómo matar a una mujer en un cuarto cerrado.
Annixter quedó sin moverse un instante. Luego llenó un vaso. Era grande y le hacía falta. Sintió una curiosa sensación de asombro, de espanto. Él y el hombrecillo estaban en idéntico aprieto hace trece noches. Ambos ultrajados por una mujer. Como resultado, uno había concebido un drama de crimen. El otro había llevado el drama a la realidad.
—¡Y yo, esta noche, le ofrecía una participación! —pensó Annixter—. Le hablé de dinero en efectivo.
Se oyó una carcajada. Todo el dinero del mundo no haría confesar al hombrecillo que había visto alguna vez a Annixter, ese Annixter que le había contado el argumento de un drama en el que se mataba a una mujer en un cuarto cerrado. Porque él era la única persona en el mundo que podía denunciarlo. Aun si no podía decirles, porque lo había olvidado, de qué manera el hombrecillo había cometido el crimen, podía poner sobre su pista a la policía, podía dar sus señas, para que lo localizaran. Y una vez sobre su pista, la policía buscaría los vínculos, casi inevitablemente, con el crimen.
Idea rara, que él, Annixter era probablemente la única amenaza, el único peligro, para el pulcro, pálido hombrecillo de lentes hexagonales. La única amenaza y, por supuesto, el hombrecillo lo sabía muy bien. Un peligro mortal desde el descubrimiento del asesinato en el cuarto cerrado. Ese descubrimiento se acababa de publicar esta noche y el hombrecillo pudo haber tomado la suya, la pista de Annixter.
Annixter había despachado a José. El criminal estaría por caer sobre Annixter, solo en el departamento, solo en el cuarto sin ventanas, con la puerta cerrada por dentro con llave y pasador, a sus espaldas.
Annixter sintió un súbito terror, salvaje, glacial.
Medio se levantó, pero demasiado tarde.
Demasiado tarde, porque en ese instante se deslizó la hoja del puñal, fina, penetrante y delicada, en sus pulmones, entre las costillas.
La cabeza de Annixter fue inclinándose lentamente hacia adelante hasta que su mejilla descansó sobre el manuscrito del drama. Sólo se oyó un sonido, un sonido raro, confuso, algo parecido a una risa.
Annixter, de pronto, había recordado.
Barry Perowne (1908-1985)