El mundo es gris, es encierro, monotonía. Los días pasan y pasan, sin prisa, pero sin pausa. Sobre todo, sin cambio. Día y noche, explora sus opciones sin éxito. Pero no importa hacia donde se mueva: adelante, atrás, izquierda, derecha... todos los senderos los llevan al mismo lugar. Reza. Espera, con desesperación pero sin esperanza, que el destino le regale algo distinto. Algo nuevo.
El mundo se transforma ante sus ojos. Es un caleidoscopio... brillante, infinito. Se le ofrece, virgen, en incalculables formas y colores. Es el que siempre fue, pero al mismo tiempo nuevo, desconocido. Sale de su encierro y levanta vuelo. Con el ímpetu de quien esperó por años la oportunidad, se lo lleva por delante. Lo prueba, lo explora, lo disfruta, lo explota. Aprovecha al máximo todo lo que éste le regala. Se anima a vivir de verdad, quizás por vez primera. Agradece.
En los colores que anhelaba, que veía brillantes, ahora encuentra monotonía. En las formas, homogeneidad. Lo que alguna vez soñó, libertad, vida, ahora lo tiene. Le resulta indiferente. Se sabe dueño del mundo. Orgulloso, levanta la cabeza y se desentiende. Sabe qué debe hacer, pero desdeña.
El mundo se vuelve vértigo, nausea. Mira a su alrededor desesperado, sin entender. Nada tiene sentido. ¿Por qué a él? ¿Por qué ahora? Maldice al cielo. Maldice a quien lo sacó de su ¿injusto? encierro. Maldice cada imagen que pasa por su cabeza. El mundo es ahora duda, llanto. Es arrepentimiento, rezo. Ofrece su alma. Ruega perdón a los dioses que desafió -¿por última vez?- momentos antes. No le responden. Al fin, entiende las consecuencias de sus actos irreflexivos. Entiende que tuvo el cielo, el viento, el mar, y eligió la nada. El momento llegó, inexorable, casi sin avisar. ¿O acaso le había avisado a gritos, pero él no supo escuchar? Acepta su suerte y se entrega a la caída.
Dédalo lo vio desplomarse, en cámara lenta, hasta chocar contra el mar. Desvió la vista y, llorando de impotencia, siguió su vuelo hacia Sicilia.